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104 «... el Señor me dio hermanos» mente sobre todos sus miembros. No era extraño que en el mismo convento surgieran los anhelos y se escucharan las voces de los más rebeldes que se extendían por toda Génova, anexionada por la fuer– za al Piemonte en el juego político de las superpotencias. No cabía pensar que al recién llegado se le confiasen inmediata– mente los trabajos de mayor responsabilidad. No sabemos cuales fueron sus ocupaciones a lo largo de cinco años. Pudo ser enferme– ro, cocinero, hortelano, sacristán, según las exigencias del organi– grama de un convento tan complejo como el de Génova. Nadie lo sabe con seguridad. El recién profeso, sin una responsabilidad deter– minada, ayudaba en algunas de estas faenas según las órdenes que recibía o según su libre y generosa disponibilidad.· «Siempre infati– gable y sereno», se lee en los procesos, se hallaba a punto para echar una mano a sus compañeros de trabajo». El paso por los trabajos más humildes constituyó un entrena– miento para el nuevo giro de su vida y tuvo un influjo decisivo en su desarrollo posterior y, ¿por qué no?, echó los cimientos de su espiritualidad. El año 1831 el limosnero de los pueblos, fray Pío de Pontedeci– mo, comenzó a sentirse imposibilitado irreversiblemente. No podía más. Los superiores le dieron como ayudante al joven Francisco María. Tras un breve período de adiestramiento podía sustituirle en su puesto. La zona de recolección era el valle de Bisagno, la monta– ña de la ciudad; el recorrido le obligaba a estar ausente del conven– to algunos días, sobre todo si visitaba las casas de campo. El campo facilitaba las exigencias espirituales del joven religio– so, a pesar de que le había tronchado sus aspiraciones de oración y retiro. Aprendió inmediatamente que pidiendo se puede dar también. A cambio de las humildes limosnas de los campesinos, él les sugería palabras de fe como catequesis espontánea y eficaz. A la provoca– ción grosera y cruel de unos muchachotes que un día lo apedrearon, respondió con la inesperada reacción de besar la piedra que le había herido. A los «señores» Sauli, en cuya casa se hospedaban los reli– giosos por la noche, lo mismo que a sus criados, les dio ejemplo de humildad y devoción. Para el anciano hermano, al que acompa– ñaba, guardó toda clase de atenciones, le preparaba un plato calien-
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