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FRANCISCO MARIA DE CAMPOROSSO 101 santo de Padua. Le pusieron el nombre de fray Antonio; un hermo– so nombre que le recordaba el de su madre. La clase de ocupaciones en las que tuvo que emplearse el nuevo «terciario» en su quehacer diario, fácilmente se pueden sospechar; de lo que estamos seguros es que no ahorraría ningún esfuerzo. Pa– ra un hombre maduro como él, la vocación no fue un cómodo ex– pediente, sino una decisión muy pensada. No sería fácil satisfacer su espíritu generoso y ardiente. En esta exigencia interior tendremos que buscar el origen de un cierto malestar que muy pronto brota en su corazón. Deseaba un ambiente distinto de espiritualidad y de sacrificio, pero, ¿dónde encontrarlo? El buen olfato del campesino iluminado por la fe intuye los «signos» de la Providencia. Un día entró en la iglesia de los ca– puchinos de la ciudad y quedó hondamente conmovido al ver a un joven religioso absorto en oración delante del tabernáculo . Le im– presionó profundamente. Tal vez ya conocía a un capuchino del convento de San Fran– cisco de Voltri, el padre Alejandro Canepa de Génova. Le abrió su corazón y los dos de acuerdo tomaron las oportunas decisiones. Cada día se sentía más dueñ.o de sí mismo; poco antes le comu– nicaron la exención del servicio militar, ya que su nombre no figu– raba en la lista. No hizo caso de los comprensibles consejos de los religiosos y, sorteados algunos obstáculos, una mañana del tardío otoñ.o de 1824, fray Antonio abandonó sigilosamente el claustro de Sestri y se encaminó rápidamente hacia el convento de Voltri, donde fue acogido con los brazos abiertos. Con la óptima compañía de otro terciario-aspirante comenzó el aprendizaje de la vida religiosa. Le cambiaron el nombre de Antonio por el de Francisco María que fue una divisa y promesa al mismo tiempo. Enseguida el nuevo postulante brilló por su espíritu de caridad . Un testigo ocular, luego religioso también, lo vio «dar a los pobres la propia comida contentándose él con las sobras». Aquel gesto, unido a su conducta habitual, despertó en torno al joven un senti– miento de estima y admiración. Para él, tal modo de obrar, expre– saba sencillamente una coherencia con sus aspiraciones. La experiencia de Voltri completaba la de Sestri. Hacia finales

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