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96 «... el Señor me dio hermanos» dicho». En una y otra carta lamenta después que su oración es esca– sa, que le abruma el sueño, si bien por el ejercicio de las jaculato– rias el interior anda algo fácil en tener a Dios presente. Su oración es árida, pero cree que no le falta la devoción sustancial y el mirar a Dios en todo el deseo de agradarle. En 1783 escribe en Madrid que su oración es distraidísima, pues le grava siempre el sueño. En Jerez, 1779, deplora su oración indevota. Está convencido de que no debía subir al púlpito el que no baja movido de lo que en él ha predicado; y él no advierte esa moción. Pese al juicio peyorativo de su oración en distintos momentos, es notorio el sentimiento de adoración que tuvo y supo infundir a la Santísima Trinidad, a la sagrada humanidad de Cristo, a su pasión, a la Eucaristía, así como su devoción a la Virgen María, sobre todo en su advocación de Divina Pastora. Su salud precaria durante muchos años forzó a los médicos a frenar los afanes de penitencia del misionero, sus ayunos, discipli– nas, cilicios. Registremos, por fin, un hecho singular en su vida religiosa. Buena parte de ella reside el beato fuera del convento, parte por razón de sus correría apostólicas y parte, sobre todo, por la licen– cia, mejor, por las órdenes reiteradas de los superiores provinciales para que prolongue sus estancias en casa de una devota familia de Ronda. En Ronda va fechando buena parte de su epistolario y en Ronda se apaga prematuramente su vida el martes 24 de marzo de 1801, a las seis y cuarto de la mañana. En 1894, al tiempo de su beatificación por León XIII, aquel misionero que había conmovido a las multitudes, volvió a congre– garlas en Roma, mientras desataba las iras de incrédulos y liberales igual en España que en Italia.

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