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DIEGO JOSE DE CADIZ 95 que esto es condenarlos a ser siempre bestias, y bestias de reata. No reflexionan que en seguir su impiísimo sistema, que ya otros impíos han propuesto, son, no diré bestias de reata por el decoro de este sitio, sí, desgraciadamente, ciegos que se dejan guiar de otros ciegos para caer unos y otros en el precipicio de su eterna perdición. Y en este tono continúa el beato intentando iluminar y desper– tar las conciencias obnubiladas por la irreligión y la impiedad. Ex abundantia cordis La palabra arrebatadora del padre Cádiz llevaba el refrendo de una vida santa. El pueblo le atribuía hasta curaciones milagrosas y otros prodigios. Se lo cuenta él con toda ingenuidad a su director espiritual. En Vélez «fue locura el alboroto de la ciudad y de los lugaritos en traer enfermos, ciegos, baldados, etc., a que los cura– se». En Granada «lo que sí me hacía mucha fuerza era ver llorar las gentes, pobres y ricos. Los señores, y aun los sacerdotes, de solo verme se tiraban en tierra, se ponían de rodillas cuando me veían venir o pasar inmediato». Y así en otros muchos lugares. Ya cuando la beatificación de nuestro misionero de Cádiz fue– ron varios los que expusieron el tesoro de sus virtudes a la luz del sumario. Conocidas son la vida escrita por el padre Paolo dalla Pieve y la del padre José Calasanz de Llevaneras, así como la sem– blanza aparecida en varias páginas de Analecta Ordinis del aquel año de 1894. Con todo, creo que la tarea quedó y sigue sin termi– nar. Para proseguirla será precisa una nueva lectura reposada y atenta del epistolario del beato. A sus directores espirituales les descubre rasgos consoladores para nosotros, por ejemplo en punto a oración mental. Consoladores, porque pueden alentarnos en nuestras dificul– tades. Recuerda sus primeros años de sacerdocio y escribe: «Al ejerci– .cio de la oración me aplicaba lo menos tres horas en el día, sin lo que gastaba en la preparación y gracias de la misa, que compon– dría otra hora. En ella era lo común el estar violento y distraído, sin jugo, sin afectos ni cosa sensible; me seguía y arrastraba el sue– ño, la pereza y el horror a las sequedades, mas, con todo, solía no faltar jamás a ella, aunque con poco esfuerzo para sacudir lo

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