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92 «... el Señor me dio hermanos» Como en los días del Señor, los pobres eran evangelizados. Y, como a la orilla del mar de Galilea, por los campos y ciudades de España la muchedumbre apretujaba al predicador de la Palabra de· Dios: besaban su hábito y hasta se lo cortaban para guardarlo como reliquia. Por eso en una y otra parte fue preciso protegerlo con una escolta de soldados de a pie y aun de a caballo. Si tratáramos de investigar el secreto de aquella elocuencia que arrebataba a cultos e incultos, tendríamos que convenir en que Dios tuvo a bien otorgarle un carisma singular al que nadie podía resis– tirse. Los discursos impresos que nos legó, no son ni pálido reflejo de la palabra viva, vibrante, enardecida que brotaba del corazón y de los labios del predicador. Con frecuencia en las cartas endere– zadas a sus sucesivos directores espirituales, subraya el beato la sua– vidad con que se produce en el púlpito. De la misión de Antequera escribe en 1781: «La predicación ha sido muy fácil y abundante, y con un magisterio extraño, pero humilde. El estilo, claro, llano, muy sencillo y devoto. Los actos de contrición, tiernos, fervorosos y muy copiosos». Un buen fragmento del acto de contrición oportu– no nos ofrecía en la carta a su director espiritual el 18 de junio de 1779. La relación de Zaragoza pone de relieve el estilo claro del predicador, su pronunciación suave y andaluza. Declama contra los libros nuevos y máximas del día, más propias de herejes que de los cristianos. Inculca a sus oyentes la oración mental, la devo– ción de la Santísima Trinidad, el santo rosario, el cordial amor a María santísima, a la muerte y pasión de Cristo crucificado, a la santa cruz. Al cabo de dos horas la gente sigue escuchándole atenta y gustosa, igual los nobles que los plebeyos, clérigos o religiosos. Todos salen del sermón con ansias de volver a oírle al día siguiente. El padre Cádiz explica los efectos del pecado, combate los vicios, el lujo, la vanidad, la usura, el vil trato. Persuade la castidad a la juventud. Sus santas sentencias son saetas de amor. La relación de Valencia comienza registrando la exposición ini– cial del predicador sobre el fin de su venida y de la misión con la mayor autoridad, elocuencia y dulzura. Acuden a escucharle de varias leguas a la redonda: sabios e ignorantes, viejos y jóvenes, ricos y pobres. Universidades, cabildos y ayuntamientos se honran agregándole a su gremio.
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