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DIEGO JOSE DE CADIZ 91 quien nos convierta... , y que sea quitándonos el corazón de piedra que tenemos y dándonos otro de carne, dócil, etc... Sin esto, los castigos no aprovechan; esto solo, sin los castigos, es suficientísi– mo ... Pidamos fuego, luz y el impulso de una gracia poderosa y veremos convertido al mundo sin estrépito. «No haga vuestra paternidad reverenda caso de mis ignoran– cias: soy inclinadísimo a la misericordia porque me conozco misera– ble; y, aunque deseo mi conversión, quisiera fuese efecto de la gra– cia interior y no del terror. Y quiero para mi prójimo lo que para mí deseo». El campo del Señor Nos ha dicho el beato que, al principio, cuando percibió los rudos ataques contra la Iglesia, sintió una secreta inclinación a pre– dicar a la gente culta e instruida, pues de sus filas procedían los dardos más envenenados. Pero aquella inclinación no menguó el amor inicial del predicador al pueblo sencillo, a aquella gente humilde como la que la tarde de los · domingos y días de fiesta le había escuchado en Ubrique en sus primeros años de sacerdocio. Por su carta a Lorenzana conocemos algunos de los grupos que a veces exigían predicación peculiar y aislada: el clero secular y re– gular, las religiosas, los ayuntamientos, los presos de las cárceles. En ocasiones se dirigió reservadamente también a la audiencia y a los protestantes; y no olvidó a los militares. En los militares pensó al publicar en 1794 una de sus obras más famosas: El soldado cató– lico en guerra de religión. Con todo, el oyente habitual fue el pueblo cristiano. Por sen– das relaciones impresas de las misiones de Zaragoza, Valencia y Mur– cia, conocemos pormenores que esclarecen el plan propuesto antes por el predicador. Al pronto sorprende la posdata en carta del bea– to a su amigo el dominico padre González, fechada en Ronda el 15 de abril de 1794: «La misión de Guadix y de Baza no puede hacerse ahora porque no tienen trigo las ciudades para abastecer a los forasteros>>. En la relación de la misión de Murcia se nos había advertido que a los forasteros pobres los socorría el obispo con una libra de pan y cuatro cuartos diarios.
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