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CAPITULO I LOS CAMINOS DE DIOS Confieso que yo siempre he sido muy providencialista. Hasta en alguna ocasión me lo han recriminado mis propios superiores, como si esto constitu– yera algún cuerpo de delito. Mas bien creo se trata de una confianza ilimitada en Dios, nuestro Padre, que dirige insospechadamente los caminos de los hombres y que no permite que caiga un solo cabello de su cabeza, ni que se :nueva una sola hoja de algún árbol, sin su consentimiento. Tuve mi origen dentro de una familia humilde de labradores de la provin– cia de León, que apenas lograban costear el pequeño canon del Seminario, "11lá por los años treinta. Cuando fui estudiante de Teología y ya sacerdote, en el Seminario Capuchino de León, mi primera actividad apostólica se desarrolló como colaborador o ayudante ocasional del Director de una floreciente Congregación de muchachas de servicio. Se trataba de gentes muy necesitadas, con frecuencia de familias humildes y reclutadas de los pueblos, ?ero muy cristianas y esforzadas, que sabían madrugar para sus funciones mañaneras a las cinco de la mañana y par'a asistir a los Ejercicios Espirituales que cada año se les brindaba. Cuando recibí mi primer destino a Santander, también me encontré con esta clase de gentes y otras trabajadoras que igualmente se levantaban temprano para oir la Santa Misa dominical y continuar después sus labores en casas bien acomodadas. Aquí no eran tan numerosas . No formaban agrupación alguna religiosa; pero las atendíamos con prefe– rencia en las primeras horas de la mañana de los domingos y días festivos y se les ofrecía una tanda de Ejercicios Espirituales exclusivamente para ellas. Su situación era verdaderamente lamentable. Trabajaban de sol a sol todas las horas del día. Se las trataba con poca consideración. Se las pagaba mal y, en ocasiones, no se les daba de comer lo suficiente . No tenían Seguri– dad Social, ni beneficio alguno para un retiro honesto y remunerado. Yo traté de reagruparlas lo mejor que pude. Las integré en la Orden Tercera Seglar Franciscana por medio de la imposición del Cordón de San Francisco y funcionaron por algún tiempo con los Estatutos de la Congrega– ción de la Divina Pastora de León. Pero me seguía preocupando su situación Jaboral y el porvenir social de aquellas pobres trabajadoras. Durante unos Ejercicios Espirituales que les prediqué, como simple recurso literario, les dije que había tenido unos sueños misteriosos. Me los había sugerido la lectura de un libro-novela que se titulaba "La Bruja Blan– ca''. . Se trataba de la historia de una joven que se puso a servir en varias casas y que tan pronto como empezaban a revelarse sus estupendas cualidades _?ersonales de eficiencia y de bondad y comenzaban los halagos, desaparecía y nadie conocía su paradero. 9

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