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iFRANCISCO, ENSÉÑANOS A ORAR! 25 acepta la humillación, el desprecio, la convivencia con los marginados, los mendigos, los rechazados por la sociedad, los leprosos ..., para ser como El; macera al hombre viejo, para que viva en él el Hom:ire nuevo; abraza y besa al leproso, superando la repugnancia irresistible de la naturaleza, porque sabe que abraza y besa a Aquél que se presentó como un leproso por amor a nosotros. El Concilio afirma qúe la norma fundamental de la vida religiosa es seguir a Cristo tal como se propone en el Evangelio, y que esta norma debe ser considerada por todos los Institutos como su regla suprema (PC 2a). San Francisco siguió, imitó, reprodujo al vivo a Jesucristo, y quiso que ésta fuese la norma fundamental y la regla suprema de su Fraternidad: «Esta es la regla y vida de los hermanos ... seguir la doctrina y las huellas de nuestro Sefior Jesucristo» (1 R 1, l); «La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Sefior Jesucristo ... » (2 R 1, 1); «... firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12, 4). Cuanto se diga sobre la oración sólo puede ser viable dentro de esta perspectiva: un compromiso operativo y coherente de modelarse sobre Cristo, compromiso de conversión continua, radical, transformante,. tensa en profundidad hacia la persona viva del Sefior Jesús. Esta indicación es abarcadora de toda solución en el campo de la ora– ción y de la vida juntas. El Documento de Taizé declara a este respecto: «Cristo mismo es nuestra vida, nuestra oración y nuestra operación». Y el mismo n. 7 del Documento subraya la necesidad de vivir a Cristo, amando al Padre y a los hermanos, buscándolo y sirviéndolo en la Iglesia. Es necesario dejar bien sentado que la oración y lz. vida constituyen una unidad indivisible, que la una depende de la otra, que la una autentica .a la otra. La separación entre oración y vida es principio de crisis de la oración; para resolverla, se precisa unificarlas y unificarlas en Cristo. Una recuperación .del valor de la oración que se limitase única~nente a la oración sería, no sólo unilateral, sino además inevitaiblemente estéril. «La auténtica oración se reconoce por los frutos. de vida. 'En tanto se ora bien en cuanto se obra bien' (S. Francisco) ... El espíritu de oración, vivo de verdad, no puede menos de vitalizar y animar toda la vida concreta de los hermanos» (Taizé 9-10). Pretender recuperar el valor de la oración sin comprometerse seriamente en la conversión de la vida es utópico. Posibleme11te, al hecho de evadir tales exigencias se debe la poca incidencia de documentos, Capí– tulos, etc. La vida cristiana, la ascesis, hay que plantearla desde la teología paulina del Cuerpo Místico y desde la tensión joánica del permanecer en Cristo, descrita en la alegoría de la vid y los sarmientos. Las virtudes han de ser presentadas, se ha de estimular a adquirirlas, como aspectos de la confor– midad con Cristo, movimientos dinámicos hacia la asimilac_ión de Cristo,
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