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jFRANCISCO, ENSÉÑANOS A ORAR! Es un espléndido «Te Deum», brotado del corazón del Santo sobre el Alverna, en el clima extático de la impresión de las Llagas. En ellas se contempla y se alaba al Señor en la inagotable riqueza de sus atributos y en la relación de amor con las criaturas. Tenemos «Las Alabanzas de antes y después de las Horas»: una armo– niosa antología de versículos bíblicos con una oración final típica de san Francisco, que insiste siempre, en pobreza de espíritu, en que se reconozca que todo bien proviene de Dios y a Dios debe ser restituido .. como himno de alabanza y de acción de gracias. Es un admirable «Sanctus», que en la tierra se hace eco de la Liturgia del cielo. En esta oración, que abría y concluía la Liturgia de las Horas, se halla insertada una paráfrasis de la oración dominical: «Alabanzas del Señor o Paráfrasis del Padre Nuestro». Se puede poner alguna rese::-va a su autenti– cidad, sobre todo por el esquema teológico tan bien articulado en el des– arrollo del texto evangélico. Pero si no fue san Francisco quien la compuso, es cierto, con todo, que la recitaba con las «Alabanzas de antes y después de las Horas». Hay que recordar su predilección por el «Padre Nuestro», del que asimiló el espíritu y del que hizo el tema principal de su enseñanza a los hermanos sobre la oración (cf. 1 Cel 45). Es la oración enseñada por Jesús y nuestro Santo no podía menos que preferirla como la oración por antonomasia, que lo ofrecía un contacto inmediato con el pensamiento, las palabras, los sentimientos del Señor. La oración concebida como arrebato de amor hacia la Persona adorable de Cristo Jesús: ésta es la fuente genuina de la creatividad y de la esponta– neidad. No la improvisación descuidada, ni la manía de hacer cosas nuevas, sino la tensión dinámica y operante hacia Aquél que sintetiza en sí la ley y la libertad, constituye el manantial y la sustancia de una oración tan personal y rica como la de Francisco. En la Carta al Capítulo o a toda la Orden, Francisco confiesa ante sus hermanos que no observó la Regla, «ni dije el Oficio como ordena la Regla, sea por negligencia, con motivo de mi enfermedad, o poJ:1que soy ignorante e· inculto», e inmediatamente después recomienda al Ministro General que haga observar inviolablemente la Regla y, asimismo, recitar el Oficio para «agradar a Dios», evitando el gusto de cierta coreografía monástica de aquel tiempo. Si se lee entre líneas, la resultante es un eq:.ifübrio entre la fidelidad a la ley y la libertad de espíritu, entre la firme voluntad de decir e imponer el Oficio y la insistencia no menos firme en cuidar sobre todo «que reciten el Oficio con devoción en la presencia de Diús, no poniendo el esmero en la melodía de la voz, sino en la adhesión del espíritu, de suerte que, armonizando las palabras con el espíritu y el espíritu con Dios, puedan, por la pureza de su corazón, agradar a Dios y no halagar los oídos de la gente con la dulzura de su canto» (vv. 39-42). El relieve dado a la observancia espiritual, al deber de agradar a Dios, deja espacio más que suficiente a la espontaneidad y a la creatividad.

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