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32 FRANCESCO SAVERIO TOPPI A nadie se le ocurrirá pensar que el temor de Dios y la compunc1on del corazón pertenecen al Antiguo Testamento y a la espiritualidad me– dieval. Francisco, el santo del amor y de la alegría, recuerda con su ejemplo que «el temor de Dios es principio y corona de la Sabiduría,. (Sal 111, 10; Eclo 1, 12-18), y que la compunción del corazón, que brota de la experiencia del amor del Padre, conduce al gozo del banquete festivo preparado por el Señor (Le 15, 11-32). Sobre el trasfondo, se divisa al Crucificado, al que Francisco compren– dió y revivió, incluso en la carne, de un modo singularfsimo, hasta el carisma, entonces inaudito, ele las Llagas. San Buenaventura suibraya que la vocación de Francisco a contemplar a Jesús Crucificado se remonta a los primeros tiempos de su conversión: «Buscaba lugares solitarios, donde más fácilmente podía entregarse al llanto y al fervor de la oración, acom– pañada de gemidos inenarrables, logrando después de largas e insistentes súplicas ser escuchado benignamente por el Señor. Oraba así cierto día en un lugar solitario, y todo absorto en Dios a impulsos de su ardiente fervor, apareciósele Cristo clavado en la cruz. Con esta visión quedó su alma abrasada en incendios de amor, y tan profundamente se grabó en su corazón la memoria de la Pasión de Cristo que, desde entonces, siempre que recordaba los tormentos del Salvador, le era de todo punto imposible contener las lágrimas y los suspiros, como él mismo lo manifestó después familiarmente al acercarse el fin de su vida. Comprendió con esto que el Señor quería inculcarle, para que lo pusiese en práctica, aquello del Evan– gelio: 'El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga' (Mt 16, 24)» (LM 1, 5). Lo que debe hacernos reflexionar, para una recuperación sólida de la oración, es que tal actitud hacia el Crucificado condujo a Francisco, con inmediatez y coherencia concreta, en medio de aquellos que eran imágenes vivientes del Crucificado: los leprosos, los pobres, los mendigos, el desecho de la sociedad. El Doctor Seráfico (LM 1, 6), con fina intuición del dina– mismo de una oración auténtica y con fidelidad a la historia, hace seguir inmediatamente a las lágrimas por el Crucificado, las pruebas concretas del amor a los pobres, a los mendigos y a los leprosos. La oración es autenticada por la vida, y la vida es sustentada por la oración. Si no nos convertimos al Cristo viviente en medio de nosotros y no respondemos con hechos a las exigencias de su Amor amando a los her– manos, ciertamente será vano y estéril todo intento de revalorizar la oración. 7. SABIDUR!A Y GOZO Jamás repetiremos bastante que todo está en tomar a Jesús como Per– sona, que nos interpela, nos ama y nos pide ser amado. Es el secreto de san Francisco.
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