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iFRAKCISCO, ENSÉÑANOS A ORAR! 29 c 10 n; hoy, en las circunstancias en que nos encontramos, debemos afrontar con realismo el problema de la oración. «Estamos convencidos, hermanos -concluye el Documento de Taizé, n. 41-, de que la vida de oración no se ha de renovar con palabras, sino con hechos. Echemos mano, ya desde ahora, sin esperar a más tarde, a esta obra, con ánimo generoso, todos a una, cada hermano y cada fraternidad, en la realidad concreta en que se hallan, 'atendiendo que sobre todas las cosas debemos desear tener el Es– píritu del Señor y su santa operación, orar siempre a Dios con puro cora– zón... '» (2 R 10). Nuestra identidad es la de religiosos, lo que etimológicamente significa hombres ligados a Dios, unidos con Dios, ante todo por med:o de la oración. El punto clave para la solución es dejarnos cautivar por la Persona de Jesús, como la Realidad única que cuenta. El día en que para nosotros, como para san Pablo y para san Francisco, nuestro vivir se identifique con el vivir a Cristo (cf. FJ:p 1, 21), la oración brotará e&pontánea, vital, operante. La oración consistirá en entretenernos en dulce coloquio con El, que nos ama y a quien amamos, en mirar y dejarnos mirar, transformar por El. Es la oración de Francisco; la que debemos aprender dócilmente, acu– diendo confiados a su escuela. 4. LA PALABRA .DE DIOS El Seráfico Padre nos conducirá, ante todo, a conocer a Jesús a través del Evangelio, como condujo a sus primeros compañeros a la iglesita de la Porciúncula para que el Señor les mantfestase su voluntad y les desvelase el camino que debían seguir. La incidencia del Evangelio en la vida de .san Francisco es demasiado conocida para que la tratemos de nuevo aquí. Será oportuno, sin embargo, destacar que la oración de nuestro Santo tiene como ft:.ente la medita– ción del Evangelio y de la Sagrada Escritura, y que esta meditación era penetrante y fructuosa por cuanto iba seguida de la ejec·-1ción inmediata de lo leído. Francisco estaba profundamente convencido de que en el Evan– gelio hablaba Jesús en persona, y, consiguientemente, sin ttubeos ni discu– siones, traducía a obras cuanto su Señor le mandaba. Para él, la equivalencia de la Palabra y de la Eucaristía brotaba de la intuición de la presencia de Jesús tanto en la una como en la otra; por esto, cuando no podía participar en la Misa, quería escuchar el evangelio del día (Esp. Perf. 117). De aquí, su solícita insistencia en recomendar idéntico respeto y culto a las palabras escritas del Señor y a las especies eucarísticas. Es intere– sante leer a este respecto el Testamento y las Cartas de Francisco a los Clérigos, al Capítulo, a los Custodios.

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