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EL MESIANISMO RUSO 319 tino y de meta final de los hombres. Cierto, asimismo, que la unidad reli– giosa trajo consigo la unidad política. Lo que es absurdo es la acusación que lanza Dostoyevsky al Papado romano: el ansia de dominio temporal, con detrimento de los valores del espíritu. Históricamente, el Cristianismo va unido a las formas políticas del Im– perio, sencillamente porque el Imperio acepta el Evangelio y quiere plas– marlo en las estructuras de gobierno. En un momento de lucidez, lo reconoce así Dostoyevsky: Diario de un escritor, mayo-junio, cap. III, I (1929-30): «Esa encarnación occidental romanocatólica de la idea consumóse a su modo, sin perder del todo el origen cristiano, espiritual de la idea y casando esa idea con la antígua herencia romana. El Papado romano anunció al mundo que sin el dominio universal de países y pueblos... , no espiritual, sino político; en otras palabras: que sin la realización terrenal de una nueva monarquía universal romana, cuya cabeza no sería el emperador romano, sino el Papa, no podía realizarse esa idea. Y entonces volvióse de nuevo al intento de una monarquía universal..., según el espíritu exacto del antiguo mundo romano, sólo que de una forma nueva. De suerte que el ideal del Oriente consiste en buscar pri– mero la unión espiritual de los hombres en Cristo, y luego, en virtud de esa unión espiritual de todos en Cristo, operar la unión política y social que indudablemente ha de salir de ella. Según el concepto roma– no, es todo lo contrario el ideal: primero, la unión política duradera en forma de monarquía universal, y luego, la unión espiritual, bajo la férula del Papa, soberano de este mundo.» La denuncia de afán de dominio temporal, de entrega a los valores mundanos por parte del Catolicismo y del Papado, es una «obsesión)) para Dostoyevsky. Y es importante precisar que ese tipo de monarquía romana que él critica tan acerbamente es el modo concreto de gobierno del Zar. El Pontífice romano ostenta un poder exclusivamente religioso: no es soberano temporal. Su poder «supranacional» no está adscrito a una forma de gobierno y trasciende todo régimen político. Mientras que el Zar es el jefe espiritual y político al mismo tiempo. Sus fantasías «ortodoxas» ponen a Dostoyevsky al borde de la contra– dicción. Reconoce que el Papado romano tiene una vitalidad enorme para creer luego, con la ingenuidad de un politiquillo vulgar, que Bismarck puede acabar para siempre con el prestigio de Roma. Bismarck es para el escritor ruso un personaje con aureola: siente hacia él una innegable simpatía. Y la causa que aflora a cada página del «Diario)) es la hostilidad del Canciller prusiano hacia Roma. ¿Es posible que un ortodoxo apoye la actitud belicista de un ateo como Bismarck? Quizá para justificarse de su simpatía por el Canciller de Hierro -enemigo de toda idea cristiana, tam– bién de la ortodoxa- acude a la evasiva simplista: «No perseguía la fe católica, sino el origen romano de ese credo» (dice de Bismarck). En el fondo del problema hay raíces más profundas. Dicho en términos justos hay que ver en la conducta de Dostoyevsky -al enjuiciar el problema del Catolicismo- la conciencia de que Roma se interpone en su camino mesiánico. Roma debe desaparecer del horizonte de la Cristiandad para que se haga posible el triunfo de la ortodoxia. Dostoyevsky desea un derrum– bamiento de la idea católica; lo desea frenéticamente. Pero, por otro lado,

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