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EL :\1ESIANIS:\10 RUSO 313 concreto de algunos pueblos fuertes, cuya influencia en 1a historia es más duradera: Grecia deja al mundo la filosofía y el arte, frutos de la diviniza– ción de la Naturaleza; Roma diviniza la nación y deja corno herencia el Imperio; Francia no hace más que continuar la idea política del Imperio romano. Y es curioso anotar que la vocación del pueblo hebreo es, para Dostoyevsky, «dejarle al mundo este dios verdadero». El pasaje termina con una afirmación rotunda del mesianismo ruso: « Creo en Rusia, creo en su ortodoxia... Creo en el cuerpo de Cristo." II.-EL ZAR Para comprender la trayectoria del mesianismo ruso es imprescindible explicar la idea zarista. Hasta Pedro I el zar es el jefe político de Rusia. Hay una separación natural entre el poder ten-eno y el poder espiritual. El Emperador tiene a su cargo el gobierno civil de los súbditos y el Pa– triarca es el superior nato, el exclusivo representante de Dios ante el pueblo, con un poder de carácter estrictamente religioso. A la muerte del Patriarca Adriano, el Emperador se constituye en jefe espiritual de la Ortodoxia. Teóricamente, nada habría que oponer al doble oficio concentrado en una misma persona. De hecho, un zar religioso puede realizar, al mismo tiempo, una labor de tipo sacral al servicio de la Iglesia, guardando todas las prescripciones anteriores que exige el derecho. Pero la usurpación violenta, cuya única ley es el poder, no es el camino para establecer un nuevo estado de cosas. El Emperador se valió de su posición de privilegio para arrebatar a la Ortodoxia el primer puesto de respon– sabilidad. Prácticamente, no es admisible la intervención del zar en los problemas espirituales. Y menos aún, la mezcla de un poder material y del espiritual. La buena marcha de la historia requiere la separación de poderes, de modo que el Emperador tenga como competencia los asuntos políticos y el Patriarca los religiosos. De otro modo, puede producirse un confusionismo funesto, tanto para lo civil como para lo eclesiástico. Por otra parte, el «status» clerical queda absorbido por las estructuras temporales de tipo laical. De hecho, desde el momento en que el Zar se declara a sí mismo Patriarca, la laicidad del estado religioso -lógicamente, la desaparición del organismo religioso autónomo- se impone. El Zar se convierte en Jefe espiritual de Rusia. El pueblo idealiza pau– latinamente su figura. Y se da un caso notable, original y extraño en la historia de Rusia: el Zar bendice al pueblo, que se siente respaldado con una ayuda particular de Dios. El Zar -diríamos, la dimensión política del poder- queda en un segundo plano discreto. La primera realidnd del Zar es su significación religiosa: no arenga a las tropas, les da su bendición. Esta unidad del poder político y del religioso se presta a los más injus– tos abusos. De suvo abre el camino al totalitarismo que, si en su aspecto político es intolerable, en su aspecto religioso es diabólico. Y ¿ quién puede oponerse a la «profanidad" de un poder religioso, apoyado por la autoridad espiritual que este mismo poder asume? Si el Zar es la ley suprema de la religión, ¿quién puede interpretarla y urgir su cumplimiento, en caso de inmoralidad? Si el Zar es religioso, tiene en sus manos una fuerza al servi– cio de la religiosidad. Pero si es ateo, ¿quién no ve los males que puede causar a la religión misma? La historia contemporánea rusa. con su nega-

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