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todos ellos, al lado de Cristo se nos revela también el misterio de la Trinidad: el bautismo nos in– corpora a la familia divina, que es la familia del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nos incorpora al. cuerpo místico de Cristo, a la Iglesia; pero aquí encontramos de nuevo a la Trinidad. Porque si la Iglesia es una realidad sobrenatural, lo es, ra– dicalmente, porque ella está llena de la Santísima Trinidad, que es su alma. El Espíritu Santo lo es por apropiación, pero en El lo es toda la Tr:i– nidad. Por el carácter participamos en la dignidad mesiánica de Cristo. Pero Jesús es el Mesías por la unción de la divinidad, porque en 'Él habita «corporalmente» la divinidad que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si Jesús es el ungido, lo es en orden a la Trinidad: para ser en la tierra y en el cielo el perfecto «adorador de la Trinidad», al frente de la familia de los hijos de Dios, que fa Trinidad se eligió de todo el mundo. Así pues, siempre y en la medida en que el bautismo nos ha incorporado al misterio de Cris– to, en esa misma medida nos ha incorporado al misterio de la Trinidad. Sin embargo, convendrá que subrayemos un poco más esta consagración del bautizado a la Trinidad, en Cristo Jesús. I. El bautismo nos consagra a la Trinidad. Esta verdad aparece clara en la misma fórmula bautismal: «Te bautizo en el nombre del Padre, 94
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