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ra, porque todo esto significa y conlleva es– fuerzos, ideológico y conductual. Por otra parte, esto implica quedarse durante un tiem– po sin asidero, a la intemperie, hasta tanto que lo nuevo se sedimente en nuestro espí– ritu. Y esto es más doloroso todavía, porque el hombre necesita de seguridades, de raí– ces en que afincarse. No obstante, y a pesar del dolor que cau– se, el hombre de vez en vez, tiene que echar un vistazo a sus modos habituales de pensar y de vivir (tradiciones), para ver si están al compás de los tiempos si son instrumentos al servicio de su progreso, o son más bien anclas que le estancan en un tiempo ya es– piritualmente pasado prohibiéndole avanzar por la ruta ele su perfección. En el primer ca– so, hay que desecharlas por inservibles y en– torpecedoras; solamente en el segundo caso merecen conservarse. Creo que la norma de Jesús de Nazareth en este asunto es determinante. Decía: "El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado". Para nuestro caso habría que decir: "Las tradiciones :son para el hombre y no el hom– bre para las tradiciones". ("El Regional", 1977).

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