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nodado de su organismo. Basta la aparición de un dolor ·para que el mundo de sus cono– cimientos se amplíe. Y es que el dolor hace "consciente" nues- · tra parte dolida, hasta entonces ignorada. Con un conocimiento "experiencia!", directo y presencial, que no científico, como sucede cuando todo marcha bien. Y como todo dolor exige un repliegue de la persona sobre sí misma, ésta se acerca más a la luz y se hace próxima, tanto que esa autorreflexión conlleva un autoconoci– miento casi perfecto de lo que somos. Y el dolor, por fin, nos enseña que so– mos un espíritu encarnado. Un espíritu que queda libre, cuando la carne cruje y está do– liente y sometida. Al contrario de lo que sucede con el pla– cer que unifica, despersonaliza y llega a fu– sionarnos con el cosmos (¡caso de las· dro– gas!) y por esto, degrada, el dolor individua– liza, personaliza y da profundidad al vivir. Por eso Jung decía: "El dolor pertenece a aquellas llaves con las que no sólo se abre la intimidad, sino también el mundo ... Dime cómo te "comportas frente al dalor y te diré quién eres". El dolor hace que la vida evite la vana– lidad. Y esto viene, ¿a qué? A que este tiempo de Semana Santa es una hora "doliente". ("La Religión", 1974). -34-

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