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CAPÍTULO Vlll MIR11NDO AL CIELO Mi querido amigo: Te dij e en mi anterior-y de ello estás plenamente convencido-que la sanción perfecta y adecuada de la ley no se da en este valle del destie– rro. Es necesario buscarla más allá de la muerte, en las regiones de la inmortalidad, en algo que traspase el tiempo y el espacio, en lo que no tiene límites ni fin. Pero ¿ cuál será esa sanción que nos espera más allá de la tumba'? La justicia divina nos responde categóri– camente: los justos, que murieron en la amistad de Dios, recibirán la eterna recompensa de sus obras; a los malos, que violaron su ley y terminaron su existen– cia en el pecado, se les aplicará el castigo eterno. Lo primero lo llamamos cielo, lo segundo, infierno. La exis– tencia de estas dos mansiones fluyen de un mismo prin– cipio, proceden de un solo dogma, considerado bajo dos aspectos diferentes; son como el anverso y reverso de una misma medalla. Es el atributo de la justicia de Dios ejerciendo sus inexorables e indefectibles funciones con los buenos y con los malos. Los motivos, pues, ultramun– danos para observar la ley son dos: el temor del casti– go, que nos retrae, y la esperanza del premio, que nos 'l

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