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BiJSCANDO LA FÉLICIDAA 95 ----~---- tran el instinto innato de la inmortalidad en el cuidado esmerado de sus cadáveres. Ni los mismos impíos se atrevieron a negar estas verdades. La doctrina de la inmortalidad del alma y de un estado futuro de recom– pensas y de castigos parece perderse en las tinieblas de la antigüedad; precede a todo lo que tenemos de cierto. Desde que empezamos a aclarar el caos de la historia an– tigua nos encontramos con esta creencia, asentada de la manera más sólida en el espíritu de las primeras nacio– nes que conocemos. La humanidad no ha dudado ja– más de sus destinos eternos; lo mismo el paganismo que el cristianismo han creído siempre que estamos de via– je. Las tradiciones universales, los sentimientos del co– razón y las intuiciones de la inteligencia están en per– fecta armonía con la revelación. La naturaleza humana se manifiesta superior al res– to de la creacion y proclama muy alto sus elevados destinos. ¿ La bestia conoce acaso el sepulcro? ¿ Se pre– ocupa de sus cenizas'/ ¿ Qué le importan los huesos de sus padres ·1 De todos los seres creados sólo el hombre reconoce las cenizas de sus semejantes y las respeta re– ligiosamente; a nuestros ojos el dominio <le la muerte tiene algo de sagrado. ¿De dónde nos viene el concepto altísimo que tenemos de los difuntos'? ¿Algunos granos de polvo merecerían por sí solos nuestros homenajes'! Indudablemente que no. Respetamos las cenizas de nues– tros padres porque una voz secreta nos dice que no ha concluido todo con ellos, y esa voz es la que funda y con– sagra el culto fúnebre en todos los pueblos de la tie– rra. Todos estún igualmente persuadidos de que el sue– ño no es eterno, ni aun el sueño de la tumba, y de que la muerte es una transformación gloriosa. La ciencia de
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