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80 im. P. PÍO M.ª OE MONOREGAJ."sES, O. F. M. CAP. ---'----- ta, aunque sea intimada por el más ínfimo legislador, no hacemos más que rendir y humillar nuestra cerviz al imperio de Dios, cuya potestad soberana no reconoce otros límites más que los seüalados por su misma esen– cia y atributos. No se, amigo mio, si tu dirás lo que repiten con frecuencia muchos de nuestros adversarios: la subordi– nación moral a la ley contraría las tendencias de la humana naturaleza, cohibe nuestros naturales apetitos, coarta nuestra libertad y nos reduce a una despótica servidumbre. Es cierto que la observancia de la ley exi– ge algunos sacrificios y abnegaciones por nuestra parte, pero no es tan difícil y penosa como se cree. El mismo Jesucristo, verdad infalible, lo dijo: "El que quiera venir en pos de i\Ií, niéguese a sí mismo, torne su cruz y síga-– me" (1). Pero en otra parte también aüade: '•Mi yugo es suave y mi carga ligera" (2). No son pesados mis mandamientos, ni mando cosas imposibles. l\Ii ley es ley de amor y de suavidad; todo el que quiere seguirla tiene mi ayuda y protección. Ademús de estas fuerzas sobrenaturales, que Dios pone a nuestra disposición, toda ley va acompañada ne– cesariamente de su correspondiente sanción que impulsa a cumplirla. ¿ Quién, al considerar con reflexión las con– secuencias que se siguen al cumplimiento o quebranta– miento del deber, no se mueve a poner prontamcL te en ejecución todo lo que Dios nos ordena'? ¿ Q~:ién, al con– templar los goces sempiternos de una felicidad sin lí– mites, o los rigores de un castigo eterno, no vencerá (1) l\Iatt., XVI, 24. (2) Matt., XI, 30.
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