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34 Dil.. I'. PÍO M.' DE MONIJREGAiIBS, ó. F. M. CAP. Este grito universal y perpetuo del alma humana, cuyo eco se oye sin cesar en el fondo de nuestro ser, no puede proceder más que del autor de la naturaleza, de Dios, que grabó en el hombre la imagen de su ser. Y como Dios nada hace sin razón suficiente y sin fin ade– cuado, sería absurdo afirmar que puso en nosotros esa tendencia innata sin objeto capaz de saciarla. El Hace– dor supremo, veraz y santo por esencia, sería falaz e injusto si, después de haber provocado en el fondo de nuestros corazones esa sed insaciable de felicidad que nos devora y consume, nos hubiera dejado al azar, sin guía y sin fuente para poder satisfacerla. Sería el más cruel de los tiranos si todos esos millones de criaturas racionales, sacadas de la nada por su sabiduría y benig– nidad infinitas y lanzadas al torbellino de este mundo, siempre anhelantes e inquietas por alcanzar la felicidad, no pudieran conseguirla por ser ésta una pura quime– ra, una ilusión, un sueño. Esto es inconcebible, es con– tra la naturaleza de Dios, esencialmente bueno y difu– sivo. La felicidad, pues, existe, es una realidad, un he– cho, un dogma. Pero ya conozco que estás impaciente por pregun– tarme : ¿ En qué consiste esa consoladora realidad? ¿ Cuál es el objeto que puede saciar plenamente las ten– dencias innatas e infinitas del hombre? He aquí una pregunta que ha constituido siempre un problema para la humanidad entera. Se ha planteado desde la más re– mota antigüedad, por sabios e ignorantes, ricos y po– bres, grandes y pequeños, príncipes y esclavos, hombres y mujeres, buenos y malos. Todos, rnús de una vez, en el curso de su vida se han preguntado con asombro: ¿ En qué consiste la felicidad? ¿ Cuál es nuestro fin?

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