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216 poral; ésta es necesario satisfacerla por la penitencia sacramental y otras buenas obras o expiarla en el pur– gatorio. Es cierto que Jesucristo satisfizo infinitamente al Eterno Padre por todos los hombres y por todos los pecados; sus méritos fueron de valor infinito, intensiva y extensivamente; sin embargo, fué voluntad suya que nosotros también contribuyéramos, por nuestra parte, para la expiación de las culpas personales. Ejemplos abundantes tenemos en la Sagrada Escri– tura, en los que se demuestra que Dios, a pesar de per– donar los pecados, imponía también ciertos castigos temporales como sanción. Adán fué perdonado de su· delito; pero Dios le arrojó del paraíso, le condenó a los dolores, enfermedades y a la muerte. Moisés y Aarón recibieron el perdón del Señor por la debilidad de su fe y por la falta de confianza en el poder divino; mas en castigo no les dejó entrar en la tierra prometida. David pecó gravísimamente; avisado del Profeta Natán, reconoció su culpa, lloró amargamente y Dios le comu– nicó que había sido perdonado su pecado, pero que su hijo moriría irremisiblemente. Superfluo sería traer más ejemplos a la memoria y hacer una especie de cadena de testimonios para demostrar una verdad tan patente en la Tradición, en la Historia y en la práctica de la Iglesia. El Mediador entre Dios y el hombre ha comu– nicado a los prelados de la Iglesia ese poder de imponer obras de penitencia a los que se confiesan y, después que han sido purificados por una satisfacción saludable, de admitirles a los divinos misterios. Conviene también a la Bondad divina el no perdonarnos los pecados sin alguna satisfacción de nuestra parte, por qne no tome-

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