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l_S_O___ D_R. P. vio M.ª DE MONDR_I_;~~N_E_'s__,_Q._!'.:_M. CAP. Sagradas Letras cuando nos dicen que el temor del Se– ñor arroja el pecado del alma. David exclama: "Señor, traspasad mis carnes con vuestro santo temor; porque, en verdad, he tenido vuestros juicios" (1). El mismo Sal– vador nos aconseja que temamos al que puede enviar nuestra alma y nuestro cuerpo a las penas eternas (2). De donde se deduce que es un don del Espíritu Santo, aun– que imperfecto; prepara al alma para recibirle, pero no habita todavía en ella. La atrición, nacida de la fe sobre– natural, es ya un amor inicial, conforme a lo que dice el Eclesiástico: "Timor Dei initium dilectionis eius" (3). La esperanza del perdón y el movimiento apetitivo de 1n felicidad son un principio de amor imperfecto. Precisa– mente porque no nace de amor de caridad, la atrición no perdona ni justifica por sí sola, sino que requiere la recepción del Sacramento para ponerse en gracia. Es su– ficiente para disponer y remover el óbice, pero no para conceder la gracia de justificación, según la doctrina co– rriente de la Iglesia, que enseña que la atrición es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo con el que, ayudado el penitente, se abre un camino para la j usiifi– cación. De este temor santo y provechoso se debe distinguir el temor puramente servil, en el que no se remueve el afecto y adhesión al pecado ni se verifica por motivos sobrenaturales. Se duele de haber pecado sola y exclw,i– vamente por el temor del castigo; de tal manera que, si tales penas no existieran, continuaría pecando. Como (1) Ps., CXVIII, 120. (2) Matt., X, 28. (3) Eccli., XXV, 16.

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