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l~---- hR. P. PÍO M.ª_nE MONhREGANE~, O. F. M. CAP. absolutamente importante, que es nuestra eterna salva– ción? ¡Oh! ¡ Cuánto se descuidan los cristianos en esto! ¡ Cuántos se presentan sin saber las faltas que han co– metido! Los hay tan imbéciles y despreocupados que dicen con frescura: Ya me preguntará el confesor. ¿Aca– so tiene el confesor obligación de saber todas y cada una de las vidas de los penitentes'? ¿ Cómo se podrá in– formar de los que no conoce? ¿ Cómo podrá penetrar en el santuario de la conciencia, de cuyos actos ella sola es testigo? Personas se dan que cuentan hasta el último centavo de sus rentas, de su dinero, de sus bienes... ; pero, si se les dice que enumeren sus pecados, que calcu– len sus faltas, responden que es imposible, que no tie– nen memoria, que les falta tiempo, que no saben o sim– plemente que no quieren. Lo que demuestra la ignoran– cia y el desinterés que tienen en hacer debidamente y con perfección las obras de Dios, y lo perteneciente a su salud espiritual. Claro es que el examen tampoco debe ser exagerado ni angustioso, de tal manera que se crea no hacer nun– ca lo suficiente para examinarse bien. Debe, según el parecer de los moralistas, ponerse la diligencia razona– ble que se observa en otros asuntos de importancia. El esmero que se tiene para que salga bien un negocio fi– nanciero, para asegurar una colocación, un porvenir, un destino en la vida social. Aquella mujer del Evangelio que perdió la joya, encendió la luz, barrió la habitación y la buscó diligentemente hasta que la encontró. Del mismo modo el penitente debe encender la luz divina de la oración, pidiendo luz al Espíritu Santo, barrer una y otra vez con la consideración los rincones de su conciencia.

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