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106 DH. P. PÍO M.ª DE ::\10NDHEGANES, O, F. M. CAP. ---------------- ------ ----- crimen, pudo sobreponerse a su conciencia. Le parecía que el espectro de su madre, los azotes de las Furias y las teas encendidas le perseguían y atormentaban. Pre– guntemos, además, al incrédulo : ¿ Estás bien seguro de que no hay infierno? Si lo estás tienes una seguridad que nadie pudo alcanzar antes de ti, ni aun los mayo– res despreciadores de las leyes divinas; una seguridad que nunca llegó a tener Juan Jacoho, que a semejante pregunta solía contestar: "No lo sé". Seguridad que no pudo conseguir Diderot, el cual, poniendo en diálogo un monólogo de su alma, decía: "-Si abusas de tu razbn serás despreciado, no solamente en la vida, sino también después eternamente en el infierno. ¿ Y quién te ha di– cho que hay infierno? ---En la duda debes vivir como si Jo hubiera. -¡, Y estoy seguro de que no lo hay? -Des– confío de tal seguridad ..." Una certeza, por último, que no tuvo Voltaire, quien a uno de sus corresponsales que le había escrito: "Creo haber llegado, por fin, a conse– guir la certidumbre de que no hay infierno", le contes– tó: "¡Oh, dichoso tú! ¡Yo estoy todavía muy lejos de convencenne !" Estos testimonios son suficientes para comprobar que la existencia del infierno no es sólo una quimera dd cle– ricalismo, un temor de los espíritus tímidos e imagina– ciones calenturientas; sino una verdad que se apoya en el consentimiento común de los pueblos, en la razón natural y en la revelación divina, como iremos demos– trando. No hay sanción perfecta en este mundo para la prevaricación y para el crimen; luego tiene, por nece– sidad, que haberla en el otro. Esa sanción que reclama la justicia de Dios, que nosotros mismos pedimos para

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