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46 P. PÍO M.ª DE MONl>REGANES, O. F. M. CAÍ'. § L La ley moral. En, cada uno de nosotros existe una ley moral que nin– guno logra arrancar o sofocar totalmente. La voz de la conciencia no depende de nosotros, se impone de un modo categórico. Escribía San Pablo a los romanos: "En ver– dad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin ley cumplen los preceptos de la ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos ley. Y con esto muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, sien– do testigo su conciencia, y las sentencias con que entre sí mismos y otros se acusan o se excusan" (16). La existencia de esta ley universal en todos y cada uno de los hombres de cualquier religión que sean, a lo me– nos en sus principios más generales, supone un Legisla– dor Universal y Superior que impone su voluntad. De otro modo no hay razón suficiente para explicar ese fenómeno ético que todos sentimos con mayor o menor claridad. § ll. Deseo rie la fl'licidad. Exiskn en Lodos los hombres aspiraciones y deseos na– turales e irreprimibles de la felicidad, por los cuales po– demos también venir en conocimiento ele la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios. Todos queremos ser felices. Esos deseos fuertes y esas aspiraciones irresistibles no dependen de nosotros, ni tampoco podemos saciarlas com– pletamente. Ningún objeto creado, ni todas las criaturas juntas, pueden saciar al hombre. Esto obligó a exclamar a San Agustín: "Señor, nos has hecho para Ti; inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti" (17). (16) Rom., II, 1¡4-15. (17) Confes., l. X, c. 6 y sigs.

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