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44- § V. P. PÍO M.• DE MONl}REGANES, O. F. M. CAP. Luego e.viste un ordenador inteligente, distinto y superio1• al mnnclo, a qnien llamamos Dios. Sí, existe un ordenador supremo, inteligente, sabio y poderoso que creó, ordenó, dirige y gobierna el mundo que vemos. Este argumento ha sido repetido por los filósofos y teólogos desde el principio de la humanidad, mostrado bajo diversas formas, presentado desde distintos puntos de vista. Es el más antiguo y el más claro de todos. Triunfa de todo sofisma y resiste a toda crítica. Aun los más per– wrsos en ratos de lucidez y tranquilidad lo reconocieron. Se cuenta que a Napoleón, desterrado en Santa Elena, le dirigió el general Bertrand esta pregunta: ¿Q,llién es Dios? El emperador dijo·: "Rcspóndame usted primero: ¿Conoce usted el ingenio del hombre? ¿Es por ventura alguna cosa visible? ¿Qué sabéis de él para decir que existe? En el campo de batalla, ¿qué le movía a usted a creer en mi ge– nio sino el ser testigo de mis victorias? Estas le forzaban a creer en mi genio. Pues bien; el universo me obliga a mí a creer en Dios. Yo creo en la causa de lo que veo. Estos efectos grandiosos de la omnipotencia divina, ¿no son, aca– so, otras tantas realidades mucho más elocuentes que mis victorias? ¿, Qué son las más brillantes evoluciones militares enfrente del concertado giro de los astros? ¿Me entiende usted? Los efectos demuestran las causas; los efectos divi– nos me hacen creer en una causa divina. Existe, por tanto, un ser infinito ante quien usted, general, es un átomo; en cuya comparación yo, Napoleón, con todas mis glorias, soy verdaderamente nada". Yo quisiera poder ver a un hombre sobrio, moderado, casto, equitativo, que dijera que no había Dios; a lo mejor éste hablaría sin interés; pero un hombre tal en ninguna parte se encuentra. El fuerte y el débil, el rico y el pobre, el joven y e,l

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