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LA DIVINA PROVIDENCIA 37 secular encina que desafía los más fuertes vendavales hasta la diminuta hierba que recibe las nacaradas perlas del ro– cío; desde el coral que se oculta en la inmensidad de los mares hasta las hermosas flores que exhalan sus perfumes en nuestros amenos jardines, toda esa variedad inmensa de vegetales proclaman la dirección de una inteligencia so– berana. No sé cómo son, los demás hombres; en cuanto a mí, no podría ver, no diré una estrella, sino la hoja de un árbol, sin preguntar: ¿Quién te ha hecho? Finalidad admirable se manifiesta también en los ani– males dotados de sensibilidad, de insti'I1to peculiar para su propia conservación. El animal no raciocina ni calcula, pero ejecuta a impulsos del instinto obras maravillosas, como la abeja, nuestros animales domésticos al servicio del hom– bre... ¿Quién dirige sus células, rns nervios, sus músculos, su sangre, su entero mecanismo? ¿Cómo de un huevo, de un germen microscópico, se reproduce el entero organismo tan complicado y tan perfecto? ¿Por qué de uno sale un mamífero, de otro un pescado, de aquél un aye, de éste un anfibio? ¿Quién puede contar la variedad y multitud, desde el león de la selva hasta los infusorios que se es– conden en una gota de agua; desde el águila real hasta la mosca que zumba a nuestros oídos y 1 n-0s molesta con su aguijón? ¿Sería capaz el hombre de hacer la más pequeña mosca? ¡ Qué digo! Ni siquiera una pequeña parte de su ala viviente. Luego la sabiduría de la naturaleza animal, en toda la escala zoológica, revela la sabiduría de un sapien– tísimo Autor del reino animal. Vengarnos a considerar las maravillas del hombre, obra maestra de la creación. Toda su constitución y organiza– ción es un ideal de armonía y de belleza. ¡ Qué conjunto de maravillas no encierran los distintos órganos de los sen– tidos, los sistemas muscular, nervioso, sanguíneo, etc.! No nos es posible describirlos; os remitimos a los tratados de

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