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82 r{ALVEHNIA)l mo» (106). Cristo, añade el Apóstol, posee un sa– cerdocio sin fin, porque El permanece siem - pre (107). Todo sacerdote y Pontífice está instituido para ofrecer dones y sacrificios .008); por eso era ne– cesario que Cristo, Pontífice Sumo, tuviera tam– bién alguna cosa que ofrecer. ¿Cuál fué la ma– teria de su sacrificio y ofrenda? ¿Cuál fué la víc– tima inmolada? Oigamos a S. Pablo: «Cristo, en– trando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí, vengo, ¡oh Dios mío!, a hacer tu voluntad» (109). Jesucris– to mismo se ha ofrecido a Dios por nosotros, como una oblación y un sacrificio de agradable olor (110). Este sacrificio empezó en la Encarna– ción, continuó durante su vida mortal y se con•· sumó con la muerte sangrienta en el Calvario ... Jesucristo no podía permanecer con nosotros, debía volver al Padre; por otra parte, su Cora– zón amante no quería dejarnos solos; su obra re– dentora tenía que perpetuarse hasta la consuma– ción de los tiempos. Para este fin constituyó la religión católica, y quiso dotar a su Iglesia de ministros, para que fuesen los depositarios de sus bondades, los tesoreros de sus misericordias, los canales por los que comunicase a los redimidos los méritos de su redención. Instituyó la jerar– quía eclesiástica compuesta del Pontífice Supre– mo, Pastor de toda la Iglesia, de Obispos y pres– bíteros que se consagren al servicio del santua– rio, que ejerzan sus poderes en la tierra. El sacer– dote es, pues, el lugarteniente del Rey de las na– ciones; en sus manos depositó el Redentor los tesoros del cielo y de la tierra; bajo su tutela colocó a la Humanidad redimida; de él depende la distribución de los méritos de la Sangre derra- (106) , 107) ( 108) (109) 1l10)
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