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POR QUÉ PADECES 83 En silencio venga El la santidad de sus preceptos, imponiendo al pecador atrevido terribles sanciones. En silencio y casi siempre sin prisa alguna, porque para Dios los sesenta u ochenta afíos de· existencia de un hombre son como el día de ayer qué pasó. Teme a Dios, hermano mío, y no seas audaz con– tra El. Cierra los oíclos a esas doctrinas anticristianas de• fendidas y propaladas por libros perversos o por hom– bres alejados de la religión. Es la voz del error. Es la voz del mal. Es la voz del mundo enemigo, de Jesucris– to, y anatematizado por El y excluido además expresa– mente de sus plegarias, con aquella frase formidable que a los mundanos debiera hacer extremecer: «Por el mando no hago yo oracióm. Sé bueno, hermano mío, sé santo y respeta lo que debe ser respetado. ¿No buscas la felicidad de tus hijos? ¿No es ese el fondo de todas tu preocupaciones? Pues siendo buenos cristianos, ellos y tú tenéis asegurada una felicidad -eterna en la otra vida. ¿Qué más puedes desearni para ellos ni para tí? Pero no aguardará Dios a qué traspaséis los um- brales de este mundo para visitaros con· sus consolacio– nes; en este mundo os consolará, porque El es con toda propiedad El Divino Impaciente, que se anticipa al día de la remuneración definitiva, recompensando acá en la tierra con alegrías íntimas e inefables todos los sacri~ ficios qLle se hacen por cumplir su santísima voluntad.

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