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148 POR QU& PADECES ver la nada de las cosas humanas, y te sientes solo co– mo si no hubiera otra persona en este mundo; solo y además desterrado. Conserva, hermano mío, con todo cuidado ese sen– timiento precioso. Dios está en él. Es Dios a quien empiezas a amar, aunque tú no lo conoces. Tu alma es ahora como un globo cautivo que, con su misma fuerza ascensional, empieza a romper sus cuerdas. No lo detengas. Déjale subir. No cometas la ne– cedad de hacer reverdecer tus ilusiones. No digas como algunos dicen: .«Sin ilusiones no se puede hacer nada.» Es cierto eso, si se toma la ilusión como sinónima de entusiasmo. Pero no es esa su signi– ficación verdadera. La ilusión es un fenómeno de la in– teligencia, no del corazón, y consiste en ver las cosas a una luz falsa, pero favorable al amor propio. Es ver en los objetos lo que no hay, y obrar conforme a ese concepto equivocado; y eso es una desgracia para el hombre. Para desarrollar actividad, como te he dicho en o• tro lugar de este opúsculo·, no es necesario tener ilu– siones, es decir errores; lo que hace falta es un ideal, o sea, un objeto que, percibido por nuestra mente, se convierta en motor de nuestros actos. Ese ideal es úni– co, para el cristiano: Dios nuestro Señor. Este es, pues, mi consejo, hermano mío:

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