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146 PoR QtiÉ PADECES curiosidad o nuestra concupiscencia, o de un lucro que mejore nuestra posición, en fin, de algo que halague nuestro amor propio, trayéndole el alimento esperado. Todo cambia entonces a nuestros ojos repentina– mente. Ya es alegre el mundo, la luz brilla con más-es– plendor, las flores son más hermosas, más armoniosos los cantos de los pajarillos, y todos los hombres, son buenos, amables y simpáticos; y decimos, restregán– donos las manos de placer. «¡Muy bien! ¡Está muy bien! ¡Esta vida vale la pena de ser vivida!»· Así somos, hermano mío. Así es el hombre; tan grande que es necesario un ser infinito para llenar su corazón; y tan pequeño, que con una palabrita de en– comio que deslicen en su oído tiene para estar satisfe• cho un día entero. Y si esta pena de que voy hablando es la que pade– ces tu ahora; ¿qué consuelo quieres que te de? Ningu– no. Lo que haré es deplorar que tú, y yo, y la mayoría de las almas, por no poner su amor solament.e en Dios, tengamos nuestra paz y nuestro gozo pendientes de la carencia o posesión de los placeres de la tierra. Pero acontece muchas veces que en el atardecer de la existencia humana, como en el de la naturaleza, empiezan a perder las cosas ante nosotros su brillo y su encanto, y hace entonces su aparición en el alma un tedie sitJgular, semejante al anterior en apariencia, pe– ro muy distinto en realidad, porque es constante y porque es universal.
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