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124 POR QUÉ PADECES doloroso, y eso te sucede a tí, y a todos los ancianos. Aunque tu familia sea buena, y te hayan puesto en– tre tus hijos y tus nietos como un cerco de cariño y atenciones; aunque seas (lo que deberían ser todcs los viejecitos) como el centro moral del hogar, la verdad es que te vas a ir pronto,- y este hecho se impone en tu espíritu, y lo domina todo, y derrama una gota de amargura sobre todas tus satisfacciones, recordándote que son las últimas de que gozas en este mundo. Si no creyeras en Dios, hermano mío; si no tuvieras fe ¿cómo podría yo ahora consolarte? ¿qué se le dice a un anciano que no cree más que en esta vida, cuando se lamenta de que se le va a terminar? Yo no lo sé. Por eso me parece algo espantoso la vejez del incrédulo. Pero tú, hermano mío, eres creyente. ¡Creyente! ¡qué palabra! ¡qué mundo de cosas hay encerrado dentro de elta!. Para el incrédulo que ltega a la ancianidad, el fin de su existencia es como una muralla infranqueable; para el creyente es un pórtico, pórtico por donde se pasa para entrar en la gloria; ¿Qué importan ya ni tu debilidad, ni tus arrugas, ni tus cabellos blancos, ni el temblor de tu voz, ni el desfallecimiento de todo tu ser?. Tu fe lo transforma todo, bañándolo con una luz

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