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- 274- G;.:S:,.:S:,~~.:s:-~ estas dilatadísimas Iglesias fué imposi– Grandes con- ble estorbar que el gentío se subiera á cursos. los altares para ver al predicador, y los Ilustrísimos Prelados y Cabildos, se ve- ían precisados á disimular este arrojo, conociendo el provecho espiritual que en todos los oyentes se seguía. El Emi– nentísimo Señor Cardenal Rspínola, viendo el impetuoso fervor de los Con– cursos, y sabiendo la utilidad de las al– mas que el V. Padre conseguía en sus oyentes, algunas veces mandó á los mi– nistros de su Iglesia, que no impidiesen su devoción á los fieles y que los dejasen poner donde pudiesen, diciendo que no faltaban al culto los que con tanto afec– to procuraban oír la palabra de Dios, por boca de aquel nuevo Apóstol que la misericordia del Seüor había enviado al mundo. Nadie se admire de esto, porque era tanto el imperio que el siervo de Dios ejercía en los corazones de sus oyentes y se hacía tan dueño de los afectos de todos, que en tocando algún punto tier– no por lo dulce, ó :formidable por lo te– rrib!e, no había quien no se moviese á llanto, siendo sus vertidas lágrimas ine– fragables testigos de los afeC'tos que en sus corazones causaban las palabras del siervo de Dios. Lo que más admira es su imperioso-lo que hallamos escrito en algunos origi– bre ellos. na les antiguos de los que le vieron, cono– cieron y trataron, y es que llegando á la noticia de algunos célebres predicadores la fama <le su apostólica predicación

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