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logio; a la tarde ya, el minutero se descompasa y se adelanta hacia la villanía, o se retrasa hacia la cho– chez, que son nuestras dos isócronas polarizaciones. O Baltasar del Alcázar vestido de botarga anacreón– tica, o la «dolora» de don Ramón, que más que do– ler, babea. De todos modos, por la Andalucía hubo pies y alas para caminatas atardecidas, y los pie:, no que– braron, ni las alas rozaron aleros de comodidad cor– tijera, antes al contrario, ímpetus de calcáneo y de muñón dieron con rutas celestes, desdibujadas en el cogollo de la noche mixtificadora. No puedo leer sin espeluznos, los viajes y reviajes de Juan de Avila, maduro, llagado, enteco, mal de todas sus entrañas, insomne, polvoriento, de jarretado, y ¡ terne que terne en caminar senderos de noche andaluza, que se es– clarecían y vivificaban al paso de aquella angustia física, tan trasvasada de ansia, que no contaba su misería en la prosecución de la caminata nochar– niega! Este, el de Avila, es un ejemplo sin precedentes de la humanidad luminosa. De mesón a palacio; de casa de holganza a convento pío; de mercado a Vía Crucis; de doña Mencía a Justinica o Mari-soplido; de don Visorrey a don Nadie, así va este enorme Juan, sembrando su epistolario por los grandes y lóbregos caminos del atardecer andaluz, que casi no atardecen por el reflejo de esos plieguecicos donde queda la prosa del Beato, con tanta fuerza luminosa, que ya quisieran muchos versos relucir como ella, a 10
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