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sin cuajo entre mis dedos incapaces. ¡Y quizá hubie– ra podido ser, aquella perla que relata Fernández de Oviedo como hallada en el golfo de Darién y que pesó por cima de los doscientos quilates,· mayor que todas cuantas lucen en tiaras, cetros, y otros artifi– cios de joyería dignaticia, con las que se engalanan asi frentes apesadumbradas de regimientos, cuanto manos o cuellos trémulos de coqueterta ensoberbe– cida/ No pasé-digo-de estos caminos del alba. Mi mediodía fué foscura y polvo, hallazgos con que los caminos se tornan incapaces para romerías cantoras. ¡ Difícil caminar a esta hora plena! Recordad el es– tribillo del poema machadiano, que así reza: «¡polvo, sudor y hierro... ',el Cid cabalga)» Nos, ni aún siquiera cabalgamos, que para ello hay que ser un Cide, y uno, no tuvo fuerzas ni aún si• quiera para salir de su Cardeña, que por tierra de cardos puede _interpretarse. De lo que me hago cruces, por lo descompasado, es de caminar-¡ y caminar bien!--por los senderos del atardecer, cuando el véspero es como un cuaia– rón de lumbre que nos paraliza. Este ente loco que se llama hombre, no tiene cuerda en su reloj de ar– tificio para las prolongadas andaduras; le falta la maquinaria, a la que Dios concordó con los más su– blimes fallos, para que no tengamos la soberbia de creernos perfecciones sin estropicio. Van rechinando los ejes con un cansancio conforme avanza el horo- 9

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