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14 Lo porten t oso del P. Esteban de Adoa in las naciones europeas, amenazando trastornar los órde– nes social, mmal e intelectual. Mas la divina Providencia velaba por la educación del futuro apóstol. Diole por cuna la diminuta aldea de Adoáin, escondida en una de las ondulaciones de la agreste sierra de Aldashur, hija de,l Pirineo navarro. En aquellos día,s España era un campo de batalla. Guerreaban, en duelo _a muerte y sin cuartel, invasores e invadidos. Pero la paz de Adoáin nunca fué turbada con la presencia de gente de armas. La -misma topo– grafía _del país, era su mejor defensa. Hasta Adoáin no llegaba sino algún pariente de las · diez familias que ocupaban el pueblo o algún fraile Capuchino mendicante, que ·ies hablaba de Dios. La infancia de Pedro Francisco Marcuello, que así se llamaba el futuro misionero, se deslizó con la tran– quilidad propia de un paraíso. Un aroma de intensa piedad bañaba el alma del Siervo de Dios. Cuando a sus doce años de edad comenzó a pasto– rear los rebaños de su casa, no se había enterádo de las ideas pregonadas recientemente p::>r los voceadores de las cortes de Cádiz y aún · ignoraba quienes eran Napoleón, Daoiz y V~larde. Pero conocía a Jesucristo, en cuyo amor se había educado- y cuya doctrina pro– fesaba con intenso fervor sagrado. No leyó otros im– presos que los libros de la escuela y algunos de doc– trina cristiana y explicación de los Evangelios.

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