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116 Lo portentoso del P. Esteban de Adoain Sobre mi mesa rústica tenía extendidos dos Cuader– nos, escritos por el Siervo de Dios y algunas cartas suyas. De repente hienden el aire los ecos de las «sirenas » de la ciudad, que anuncian 13. llegada de aviones ene– migos. La campanita de mi convento vuela desesperada avisando a los habitantes del. barrio de Torrero. Oigo pasos precipitados en el tránsito. Algunos !railes se dirigen a ganar el sótano. «¡'lamas!. . . » -me gritan al pasar. Pero no obedezco. En el sótar:o hay la misma se– guridad que en cualquier otro p¡>.raje. Además .. . ¡quién suelta la pluma sin acabar esta página tan sabrosa! ... La inspiración suele ser vengativa. Si se la abandona; ya no vuelve. Las defensas de la ciudad pónense en movimiento. Las ametralladoras y los cañones 3.ntiaéreos entran en acción. Mi pluma rehusa detenerse. Sigue corriendo sobre el papel y escribe: El Padre Esteban en el Salvador. La revolución bien preparada. El Siervo de Dios, predica a los revolucionarios. Estos en tregan las armas. Terminado el Capítulo, abandoné la mesa y la celda para contemplar los disparos de cuatro cañones antiaé– reos que funcionaban a una distancia de trescientos me– . tras de mi convento. Pero antes me dirigí a una estampa del Padre Adoain: « Te abandono para unos momentos. Y encomiendo a· tu cuidado mi mano derecha, mi vista y ·mi vida; y bajo
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