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94 Lo portentoso c:!eí P. Esteban de Adoain acompañaban al misionero en correcta procesión can– tando letrillas sagradas. Cuando las líneas de hombres pasaban p0r el exire– mo de la plaza, una granizada de piedras cayó sobre ellos mientras sonaba un estruendo ronco como el dis– paro deuntrabuco. Las piedras procedieron de un lu– gar de la plaza denominado «p.Jrt2.l del cierzo»: de don- Vista gen eral de Lumbier de los agresores pudieron huir cobardemente hacia las afueras de la villa. Ante aquella irreverencia tan brutal e incomptensi~ ble, ei Siervo de Dios sintióse poseído de una santa indignación propia de los Profetas que amenazaban con la furia de los elementos. Alzó sus ojos al delo, levantó muy alto el crucifijo y exclamó con énfasis: « ¿Pied:as queréis? ¡Piedras tendréis! ».

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