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! JORGE.- Niña, por favor, no me ofendas. BEATRIZ.- Tú me ofendes muchísimo más con tu indiferencia. Jamás has puesto tus manos sobre mi busto, y bien que lo haces morbosamente sobre el torso de este macho de piedra sin latidos. JORGE.- Gustos diferentes, mi virgen vestal. BEATRIZ.- ¿Y qué tienen que envidiar mis senos a los de la Venus de Milo? ¡Animo! Ven a mí, Jorgito. Beatríz se ha despojado de su falda de calle. Se viste una mini enagua de seda, y se coloca una dalmática renacentista. Ha dejado su juego picaresco anteríor... Hace una caricia casi maternal a Jorge. JORGE.- Niña, por favor. ¿No te bastan los manoseos lúbricos del Sr. Presidente, a pretexto de cánones griegos y eternos clasicismos? BEATRIZ.- Sabes de sobra, Jorgito, que detesto semejantes arrumacos libidinosos. JORGE.- ¿Pero te ves obligada a aceptarlo? BEATRIZ.- Exacto. JORGE.- Y los aprovechas. BEATRIZ.- No sé hasta dónde aprecia el Sr. Presidente mi eficacia técnica... JORGE.- Tus cánones griegos... BEATRIZ.- Pero sí sé hasta dónde vivo la morbosidad estética de sus manos. JORGE.- Y sus genialidades. BEATRIZ.- No: estupideces. Corno la de querer revivir la estatuaria clásica. Que las estatuas caminen, rían, gesticulen... JORGE.- Que se dejen acariciar y lo acaricien. ¿Nada de tu parte? BEATRIZ.- Te juro que mi piel queda siempre como tamborcillo tenso al roce de sus manos. Y ni un rumor más apresura– do, ningún prurito en el coral de mi pelvis. 3
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