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NIÑO.- ¿Y podré vivir aquí? Aunque no me gustaría. Prefiero el campo, mis amigos y también, de vez en cuando, mis cornetas, y don Crespín y dofía Micaelita. Tú, ¿ seguirás trabajando aquí, seguirás en la escuela, con esas cosas de las piedras y de las esculturas? BEATRIZ.- No, Luchito. Yo también me iré al campo a vivir con esas gentes que fueron el amor de Leonardo. Fundaremos allá un taller de cantería, y tú, hijo mío, serás el maestro cantero. Y esculpirás personas, hombres nuevos, libres, sin hambre, con ojos y con manos y con pies y con voz propia... (Se insinúa una brisa suave.} Y pintarás cornetas lindísimas. NIÑO.- Y tú, ¿te casarás? BEATRIZ.- No, Luchito, no. Me pertenezco a él, a tu padre, a Leonardo. Y a ti. Viviremos juntos, hijo mío. Trabajaremos los dos con el pueblo sencillo y bueno. El viento se ha encaprichado de nuevo. Sopla casi violentamente. Abre los ventanales y alborota las corti– nas, revolviendo todo el interior de la recámara. NIÑO.- ¡Qué bien! Otra vez el viento. BEATRIZ.- Es la época. Ahora o nunca; es la época de las cornetas, de subir y subir y subir; ahora sobre todo, cuando el lastre de la injusticia y el despotismo han desaparecido, cuando ha sido vencido el tirano. NIÑO.- ¿De verdad que no lo mataste, rnarni? BEATRIZ.- No hijo mío. No ha muerto nadie. Tampoco Leonar– do. Está vivo en nosotros dos, en nuestro pueblo. Vamos a vivir, Luchito. Vamos a soltar nuestras cornetas, a subir, a ser nosotros mismos. Ha estallado la paz, hijo mío, y es la hora de que cada uno sea lo que tiene que ser. Tú, a subir, a crecer, a elevarte; yo seré tu piola, rni amor. Estás ya atado a mis entrafías... Se lo encarama en los hombros y se asoman los dos 81

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