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hora, amigos. Ahora o nunca. Que nadie pretenda encade– nar el viento. O las cometas. Esta es la hora de las brisas. Y del huracán. Y del tornado. Y del tifón. Entra la Abuela, vendedora ambulante. Coloca su puestito de caramelos, cigarrillos, etc. El abuelo ha ido recitando su parlamento final paseando por escena, moviendo su latita de monedas y acompaíiándose de su bastoncillo lazarillo. la abuela enciende un cigarrillo y se Jo entrega al abuelo. ABUELA.- Tome, don Crespín, para que siga brindando brisas y diciendo tonterías. ABUELO.- Gracias, doña Micaelita. Esta brasita entre los labios me suena casi casi a beso. ABUELA.- Eso quisiera usted, engreído. ABUELO.- La brisa al menos sí me besa. Labios de muchacha quinceañera no lo hicieran mejor. ABUELA.- Labios de durazno no basan alcornoques. ABUELO.- ¿Doña Micaelita! Arruga con arruga sí que encaja bien. {Hace ademán de besar a la abuela.) Dame la brasita de tus labios. ABUELA.- Que nos van a ver, don Crespín, y la brisa va a encelarse. ABUELO.- Es el tiempo de lanzar al aire las cometas, y noso– tros con ellas. ABUELA.- ¿Nosotros? Ya sólo estamos para sapos a ras de tierra, Crespi: sin alas, sin regüeldo y sin viento en las venas o ascua en las ingles. ABUELO.- Ni tanto, doña Micael:ta. Este es el tiempo propicio para subir. ABUELA.- ¿Qué? Los años sí, pero nada más. ABUELO.- Es cierto que el hilo para jalar nuestras cometas es ya muy breve, pero ni tanto, doña Micaelita, ni tanto. ABUELA.- Pendejísima la vida, pendejísima. Ya sólo somos sauces con los brazos caidísimos al borde de una laguni- 38

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