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BEATRIZ.- A mí, sí. LEONARDO.- Me importa mi pueblo, mis hermanos, mis hijos, hoy sólo estatuas quietas, traídas y llevadas, corno cosas, como muñecos, como títeres. BEATRIZ.- Si~rnpre con tus mismas ideas y obsesiones... LEONARDO.- Un pueblo sin ideas es corno un corazón sin ritmo. BEATRIZ.- Alimenta a un pueblo con ideas y bostezará por siglos. LEONARDO.- Manténlo analfabeto y harás de él lo que te venga en gana. Sí: pobre el pueblo a quien sólo se lo alimenta de conceptos. Los sístoles del corazón son el aderezo de la cabeza. Así se llega al nerviosismo de las manos, a la praxis. Un cerebro electrónico nunca llegará a programar los pálpitos de las yemas de los dedos, ni la intensidad del cuándo, el cómo o el porqué. La cibernética es cochinamente lógica. Acariciaría yo lo senos a una computadora, y ella seguiría escupiéndome datos estadís– ticos. BEATRIZ.- Yo no. Me basta una mirada tuya, escuchar una palabra de tus labios para que toda la programación que me metieron en la sangre se me enloquezca. LEONARDO.- Dices bien. Estás programada. No haces lo que quieres porque... BEATRIZ.- Permítemelo. LEONARDO.- Porque un montón de dictados ha sido embarca– do en el cauce de tus venas: belleza... BEATRIZ.- Gracias ... LEONARDO.- Dinero, vida fácil, hedonismo, amistades podero– sas, sociedad elegante... BEATRIZ.- No te entiendo. LEONARDO.- Sí. O no. Es difícil comprender a los payasos y a los locos; a quienes se alimenta cada día con una porción de utopías. BEATRIZ.- ¿Tienes corazón, Leonardo? 9
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