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hembra al mismo tiempo; montar mi propia tierra, y parirme yo mismo los hijos que tanto amo. Lactarlos a mi sangre... BEATRIZ.- No sigas desvariando, Leo. LEONARDO.- Abrazarme a la arcilla y revolcarme en ella; ser yo arcilla y sílice; y montarme y montarla hasta defecar barros y nuevos humus engendradores. Poseer la arcilla, cubrirla, golpearla con todos los farallones de mi sangre; sacarla mil bocados con el recio cincel de mis pulsos, y hendir en sus raíces el pene fósil de mi vida estrangulada voluntariamente. Y dar a luz de inmediato. Y otra cópula, y otra. Y nueva carnada, y más ... BEATRIZ.- ¿Estás loco, Leona~do7 ¿O hay un fondo híbrido en tu vida? ¿Dónde está tu ide,tificación? LEONARDO.- Sí, loco de amor. Quiero hombres, hombres nacidos desde la dignidad altísima de la madre tierra, desde el humus sagrado e1 el que nace el árbol y los Andes. Quiero hombres libres como los pájaros, sin jaulas, inventándose ellos mismos ios caminos ... Durante este pñr!a.-nento, in crescendo, se escucha– rá el ritmo de los golpes de martillos y cinceles en el taller de la planta baja. El mísr10 Leonardo ha ido acompañando sus últimas frases con una simulación de golpes en el aíre. BEATRIZ.- Hasta en sueños golpeas el cincel con un martillo imaginario. LEONARDO.- Porque mi vida es toda un sueño. Escúchalos: son ellos, mis hermanos, mis picapedreros, mis hijos ya paridos o a punto de ser alu:nbrados definitivamente. Son ellos los que preparan el bloque para que yo luego lo monte igual que un semental, y todo para solaz de él, hijo de mala madre. BEATRIZ.- Calla. Algún día te sorprenderán. LEONARDO.- Ya casi ni me importa. 8

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