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LEONARDO.- Sí: violencia engendra violencia. La rebelión de mi sangre se hace de cuando en cuando pulso acelerado destructor, ira en contra de los ídolos de los dioses del poder, de los tiranos. BEATRIZ.- ¿De quiénes hablas? LEONARDO.- Lo sabes de sobra, Beatriz. Los ídolos exigen muerte, carne y sangre. Se adivina en los dioses falsos una hambruna en las cuencas vacías de sus ojos. Casi lúbrica apetencia de carne fresca, joven, virgen. Sabes a quién puedo referirme. BEATRIZ.- Podrían oírte algún día, Leonardo. Dulcifica tu voz y el rictus de los labios. Me gusta verte de otro modo: jovial, intrascendente. LEONARDO.- Es que él, y tú lo sabes, ansía muertes. O estatuas. Sí: estatuas inanimadas ele seres vivos. Muñe– cos. Que no griten, que no pidan pan ni tierra en que asentarse y de la que mamar. Son excesivos los diez palmos de tierra que el hombre necesita para copular o para plantar una espigas. Y se los mezquinan o se los roban. El huasipungo andino, Beatriz, debiera convertirse en cráter de volcán o esfínter de iras y carroñas, vómitos y arcadas. Sólo quiere estatuas. Y si les faltan las manos, mejor. Y si están sin ojos, igual. Y si tienen los talares carcomidos, ¿qué mejor oportunidad para que no se muevan por sí mismas, y así no ofrezcan resistencia para ser traídas y llevadas a su antojo? Así: traídas y llevadas al capricho estulto del faraón. BEATRIZ.- Leonardo, ¿qué quieres, qué esperas, qué sueñas? LEONARDO.- Hombres, Beatriz, hombres. Personas. Nada más que eso. Momias jamás. Ni muñecos. O títeres movidos al capricho del de arriba, sin voz propia y sin grito. BEATRIZ.- A ti te callarán la boca, te cercenarán los brazos, te quitarán el piso. LEONARDO.- Y abrasarán mis testículos. Y sembrarán violetas cárdenas en las cuencas de mis ojos. 6
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