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VI No pienses, tampoco, que por ser este un engendro mío, a pesar de lo mucho que he espigado en campos ajenos, me forje la ilusión de que en él se ha de repetir aquello de A un panal de rica miel Diez mil moscas acudieron, pues en cuanto a esto me atengo al consejo que da Horacio a los escritores: ... neque tu, ut miretur turba labores, Contentas paucis lectoribus... (1) Sé que, por desgracia, hay pocos que se interesan por es– tas grandes cuestiones y son muchos los que al decir del Apóstol Santiago «blasfeman de lo que no conocen-» . Sé que no todos poseen conocimientos y fuerza de intuición sufi– ciente para seguir el hilo de un razonamiento filosófico y pro– fundizar en la investigación de la verdad; pero como tanto se jalea y se levanta el banderín de la ciencia y de la razón, pa– ra atacar nuestras creencias y justificar la vida materialista e irreligiosa que hoy está de moda, he querido salir al encuen– tro de los valientes, acicateado por unos cuantos amigos des– conocidos, que me exponían las dudas que torturaban sus con– ciencias y a los cuales quise ayudar contestando en estas cartas. Claro es que a la célebre frase de Víctor Hugo, cCeci tuera cela» pronunciada en favor de la ciencia contra la reli– gión, podemos contestar con la otra, no menos célebre, del P. Combalot a los Lyoneses: «Las ratas no se comerán el monte Blanco.» Cuando el árabe se interna en el desierto y llega al pie de las pirámides, golpea con su cayado la base de aquella inmensa mole de piedra, mordida inutilmente por los siglos. La pirámide permanece inmóvil; la esfinge ni siquiera e digna volver la cabeza para mirar con sus ojos de piedra al - imbécil que con el ruido de sus golpes profana el augusto si- (1) No escribas para el vulgo. Conténtate con pocos lectores.

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