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33 do a todos los grandes pensadores y se destruye un edificio,. que gravita sobre el corazón mismo de la humanidad. Globos, . hinchados de insuficiencia que no sirven más que para ir con, las manos en los bolsillos del pantalón, tarareando a media voz el último «chimmy» o «chárleston» oido en un cabaret de arrabal. Y si al lado de estos tres tipos bien definidos .de incré-· dulos, que' se multiplican de mo'do asombroso en nuestro am-– biente social, como se desarrollan los insectos en una subs~ tancia descompuesta, añade Vd. los inconscientes y los mie•· dosos, es decir, los que sin ser ni intelectuales, ni viciosos,. ni atrevidos, marchan arrastrados por el engranaje materialista del mundo, sin pensar, una vez siquiera, en el gran problema de su porvenir ultraterreno y a los cuales se podría referir la sentencia de muerte que dictó Cristina de Suecia para uno de sus cortesanos: «Córtenle la cabeza, que no le sirve para nada» y los que se fingen incrédulos por cobardía o por interés, ten– drá reunidas las fuentes principales de.donde brota esa incre~ dulidad moderna, cuya extensión, más aparente que real, quie- , re oponerme como un argumento contra nuestras creencias. religiosas. Es verdad, mi buen amigó, aunque no del todo, que nos vamos quedando con solo los ancianos, las mtijeres y los ni– ños; pero Vd. no se ha dado· cuenta de que ése es un grarr argumento en nuestro favor, pues nos vamos quedando con lo único sano que existe en et mundo. Los ancianos, que desen– gafiados por su largo vivir, ya no sufren los espejismos, que engañan y las ilusiones que mienten y parecen ir repitiendo, en su andar vacilante ios versos de Campoamor: ¡Oh, Rey sabio!, de todas tus verdades Es la mayor verdad, , Que el mundo es vanidad de vartidades Y todo vanidad. Las mujeres, de cerebración débil, como Vd. dice, pero lo

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