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30 te, fruto de sus costumbres más que de sus ideas. Yo los lla– mo incrédulos pasionales. Porque ¿cómo quiere Vd. que crea en Dios con todas las consecuencias prácticas que dimanan de esa fe, el hombre cu• ya vida es la negación absoluta de la honradez y de la mora– lidad, y que más que una luz es un pozo de aguas negras por los vicios inconfesables que encierra? ¿Cómo ha de creer en Dios el libertino, que lleva estampada en su rostro la hue– lla vergonzosa de sus desórdenes, ni el usurero que explota con toda frialdad la miseria y las lágrimas de sus prójimos, a los que envuelve y sujeta en sus redes bien calculadas, no ·soltándolos hasta que les ha chupado la sangre, como hace la araña con la mosca? ¿Cómo ha de querer que exista Dios y el alma y la sanción de la otra vida el hombre que realiza-em– pleemos un eufemismo-infiltraciones disimuladas de cantida– des que no le pertenecen y que se le confiaron porque se le creyó honrado? ¡Ah, mi amigo! ¿Cómo han de creer en Dios y en la Iglesia, si Dios y la Iglesia se levantan ante ello-; pa– ra decirles como el Bautista a Herodes: ¡No te es lícito, no puedes hacer eso? A esos hombres que así· viven-y Vd. sa– be bien que son muchos-no les queda otro remedio que, co– mo Herodes, cortar la cabeza del Bautista para que no grite, y nada entonces más cómodo que proclamarse al exterior in– crédulo, aunque al interior proteste la conciencia. Es lo que· quiso hacer Roma con los cristianos, aquellos predicadores de una docfrina que era la condenación rotunda de la molicie y los vicios en que vivía aquella sociedad tan bien descrita por el novelista polaco en su «Quo vadis?» ¡Y éso que Roma rendía culto en su Panteón a todos los dioses de los pueblos conquistados! ¡Con cuánta razón se ha dicho que hay muchos incrédu– los, que porque se suprimiesen dos de los diez Mandamien– tos, admitirían gustosos doscientos dogmas! Yo no sé si co– nocerá Vd. al poeta y filósofo inglés Shelley. Lea su vida y dígame después si podía lógicamente hacer otra cosa que