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22 das las clases de la sociedad, y que de tal manera vaya cre– ciendo su número que Vdes. apenas si pueden contar con los viejos, las mujeres y los niños? ¿A qué se debe este fenóme– no? ¿Será que'la fe es un irigerto que no prende a la luz de nuestro progreso y civilización o será que, como Vd. parece insinuar, hay otras fuentes de incredulidad, que nada tienen que ver con la ciencia? Si S. R. me aclara este punto, tendré que confesar sinceramente mi equivocación». Y ¿cómo no he de aclarárselo, mi querido amigo? Empe- cemos. · Ante todo, nada tiene para mí de extraño esa legión de in– crédulos de que Vd. me habla. Los católicos poseemos vistas muy amplias de la Historia y conocemos muy a fondo el cora~ zón humano y sabemos que esa tendencia a sacudir el yugo es en el hombre una verdadera enfermedad, que va transmi– tiéndose por herencia. Dotado como está de un foco de luz que es la razón y de un principio dinámico, que es la volun• tad, creyó desde el primer momento que con esa luz podía ver• lo todo y que con esa fuerza todo le era lícito, sin' darse cuen· ta de que por muy noble y perfecto que sea, no es sino una rueda, más o menos importante, en el complicado engranaje del Universo y que por lo tanto, debe someterse a esa Ley suprema que tiende a mantener cada categoría de seres en su campo de acción correspondiente. Si Vd. no hubiera olvidado el catecismo, que aprendió de niño, recordaría cómo el primer traspiés, de los mucho~ que va dando el hombre a través de los siglos, fué el haberse levantado contra una Ley, que para hacerle comprender el lugar que le correspondía en la escala de los seres, le exigía uu acto de fe, que limitaba su razón y al mismo tiempo un acto de obediencia, que limitaba su vo– luntad. Y desde entonces, ya lo ve, los hijos no hemos escar– mentado y vamos viviendo en un estado constante de protes– ta, obsesionados con las luces de nuestra razón y la indepen– dencia de nuestra voluntad. De modo que los católicos no po– ,demos extrañarnos de lo que presenciamos en nuetitros días,

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