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7 terios y milagros, premios y castigos de ultratumba, con prác· ticas tan humillantes e indignas de un hombre, como la con– fesión, ante las cuales nuestra razón protesta, porque las cree productos elaborados por la humanidad, a través de siglos de ignorancia, para dar un consuelo y ima explicación a sus dolo– res y fracasos, será cierto, que en esas ideas y prácticas, que nosotros desechamos, se halle la verdad, la solución ,exacta del mundo y de la vida.? Tal es mi estado de espíritu, Rdo. Padre. ¿Qué piensa? ¿Qué me dice de él?» ' Pues, mi querido amigo, lo que le digo es, que podía muy bien haberse ahorrado toda esa descripción, aunque se la agra– dezco. En el espíritu, como en .el cuerpo, hay enfermedades tan sintomáticas, que basta se exterioricen, para conocer todo el progreso de su formación. Lo que ha Vd. le ha pasado, es lo mismo que pasó a T. Jouffroy y a F. Coppéy a tantos otros intelectuales, incluso Littré que Vd. me cita. Lo que me cuenta, parece una página arrancada de las «Mlsceláneas fi– losóficas» del primero, o de «La bon~e souffrance, del se– gundo. En ellos, como en Vd., el mismo ,«vacío misterioso», la misma «sed de verdad», y en todos, indigestión de cabeza, mil veces peor que la de estómago. En fin, que el suyo es un caso de patología espiritual muy común en las sociedades mo– <;Iernas racionalistas y materializadas, que viene a demostrar una vez más, cómo el hombre que piensa, no puede cerrar im= punemente en su alma la ventana que da a lo infinito, porque se asfixia sin remedio y tiene que gritar como Goethe mori– bundo: «¡Luz, más luz!,» que es el grito de todas las almas reflexivas, cuando tocan el dintel de las tinieblas. Sí, mi querido amigo, de aquellos polvos, vienen estos lo– dos. Andamos jugando con todo lo que tiene de más serio y sagrado la vida. Aquel arrojar por la borda el lastre tan nece– sario de nuestras creencias, herencia aquilatada por veinte si-

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