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168 ya que en ello va nada menos que la realización de los de– signios de Dios y el porvenir eterno de las almas. Ahora bien: ¿podía dejar Dios asunto de tal importancia a merced de la luz siempre vacilante de la razón? No quiero decir con ésto, como lo hacen Fideistas y Tradicionalistas, que la razón sea en sí incapaz de llegar a conocer las verda: des y preceptos de la ley natural, pero la experiencia y la his– toria nos muestran cuán difícil, cuán pocos y con cuántos erro– res llega la razón a ese conocimiento. Unos porque son tar– dos de inteligencia; otros porque las múltiples atendones de la vida les impiden ocuparse en ello; éstos por los prejui– cios y pasiones que les privan de la serenidad necesaria y aquellos por otras causas, lo cierto es que son muy pocos y éstos con grande trabajo y muchos errores llegan al conoci– miento racional de esas verdades. Si en pleno cristianismo, teniendo a nuetra disposición tantos libros que tratan de Reli– gión, tanto catecismo que explica sus verdades, tanta predi– cación que las recuerda, hay sin embargo tanta ignorancia, tantos errores y tanta superstición, no sólo en el pueblo, sí que también en las clases elevadas que se tienen por instruí– das y aun en los que se creen sabios, ¿qué sería si nada de eso existiera? La pura y genial filosofía ... ¡ Mírala revolcarse en su impotencia ¡ Carnal matrona de infecundo seno Que no puede engendrar una creencia! Recuerde la historia de Egipto, de Grecia, de Roma, maestras de los tiempos paganos y verá por todas partes la idolatría, el fetichismo, los sacrificios humanos, la esclavitud, el fatalismo y los vicios más incomprensibles. Y ¿qué remedio pusieron a semejant~ degradación aque– lla nube de filósofos, de oradores, de legistas con todo el rui– do de sus códigos, discursos y academias? Ninguno. Víctima, de los mismos errores, confirmaban con la autoridad de su fa-

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